Cada
año, entre mediados y finales de diciembre, tengo un trabajo de temporada: Rey Mago. No es un trabajo fácil, y no creáis que lo puede desempeñar
cualquiera; hay que echarle cabeza, corazón y piernas. Sobre todo corazón.
El
de Rey Mago es un trabajo jodidillo; no siempre es remunerado, ni valorado ni
agradecido. A mí, por ejemplo, cada 4 de enero me entran ganas de matar a
alguien. Y cuando digo a alguien quiero decir a varios. Y me digo a mí misma
que nunca mais, que por encima de mi cadáver me pillan en otra igual el año que
viene. Pero claro, una no es de piedra, y en 350 días todas las miserias de
este curro se te olvidan. Y vuelves a aceptar el trabajo una y otra vez.
Como
todo trabajo, se puede realizar brillantemente, de manera mediocre o como el
culo. Puedes llevarlo a cabo sin apenas esfuerzo, el justito para salir del
paso y de manera rutinaria. Bien, es un modo de hacerlo. Que puede dar como
resultado un regalo hasta caro y todo. O puedes llevarlo a cabo con cariño. Y
al poner cariño en las cosas que haces te esfuerzas para que salgan bien.
Esfuerzo y cariño, no hay más secreto. Para el que sepa apreciarlos, que esa es
otra.
Hoy
más que nunca me he dado cuenta de que no importa qué te regalan, sino cómo te
lo regalan. Porque lo que te va a ayudar a continuar cuando no estés bien no es
tu flamante impresora nueva, ni ese alucinante libro de Star Wars, ni tu
impresionante móvil de mierda. Lo que te va a ayudar a continuar cuando no
estés bien es saberte querido.
El
día de Reyes es importante. No la cagues