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domingo, 24 de abril de 2016

PALABRAS MAYORES



Imaginad a una persona sola. Puede que esté sola en la vida, o puede que, simplemente, o, además, esté sola la mayor parte del día. Duro, ¿no? Ahora imaginad a esa misma persona con, por ejemplo, ochenta años. Recursos económicos limitados, salud menguante y y ninguna esperanza de que mañana todo vaya mejor. Mucho más duro, ¿verdad?

Supongo que a estas alturas ya no os hace falta imaginar. Seguro que casi todos tenéis a alguien en mente; una tía, o vuestra madre, un vecino o el abuelo de una amiga. O también puede que estéis pensando en vosotros mismos dentro de unos años.

Ojalá hubiera alguien que quisiera hacer compañía a esta persona, ¿no? Desinteresadamente. Y ojalá hubiera alguien que quisiera ser su amigo. Que se preocupara por ella; que de vez en cuando la llevara a merendar. A comer en Navidad, y le diera, quizá, el único regalo que vaya a recibir. Ojalá existiera alguien a través del cual esa persona pudiera hacer más amigos. Que le diera alicientes para vivir. Que le proporcionara la seguridad de saber que cuenta; que sigue contando en la sociedad; que no ha sido olvidada.

Ojalá… Pero no, esperad, sí que hay alguien que hace todo eso. Hay muchos “alguien” que se preocupan por aquellos por los que no se preocupa nadie. Que están sin que nadie se lo haya pedido. En definitiva, que se ponen en la situación del otro, saben que pueden hacer algo por mejorarla, y lo hacen.

Amar a la humanidad está muy bien. Supongo. No, en serio, tiene que ser maravilloso. Maravilloso como unicornios cabalgando sobre arco iris. A mí me sobra con intentar mejorar cada día en el amor al prójimo. Y hay muchas personas mayores a las que precisamente el amor al prójimo es lo que las salva.

Todos, en mayor o menor medida, queremos que los demás vean lo que vemos nosotros. Lo que es bueno. Lo que es justo. Lo que es bello. Ojalá vosotros veáis hoy lo mismo que veo yo


domingo, 10 de abril de 2016

AL FINAL DEL DÍA



Juntemos a alguien que no se enfada aunque lo despiertes un día de fiesta a las 8 de la mañana, unas instrucciones para cambiar la bombilla de la luz de cruce, un brazo encajado en el motor del coche, una mañana de recados, unos cuantos abrazos, un sombrero volador, cuatro paquetes de chorizos, un recepcionista dicharachero, dos tazas especiales, unas fotos emocionantes, una comida inmejorable, una familia que se quiere, un feijó gigante, un supermercado que cierra tarde, un viejo conocido, muchas risas, un chocolate caliente de lo más oportuno, dos raciones de pulpo, un hotel que de verdad es tu casa, ese hermano que se va a ocupar de ti, una buena amiga que te lo hace más fácil, una bandeja de pasteles, cientos de llamadas, a alguien capaz de hacerte olvidar tu miedo, un montón de ramas de camelia, y, por qué no, también dos gallinas solitarias.

Si junto todo esto no me sale un fin de semana cualquiera; me sale un fin de semana de los de sonreír mucho y reflexionar un poco. Y es que, al final del día, todos somos lo mismo: personas que necesitamos de personas