Vistas de página en total

jueves, 23 de julio de 2015

EL CLUB DE LA LUCHA



Hay días en los que salgo a la calle buscando pelea. Sí. Bueno, más que buscando, suplicando pelea. Tengo un humor de perros y necesito pagarlo con alguien. Un sparring. Me vale cualquiera que sea lo suficientemente capullo y lo suficientemente no de mi familia. Así que salgo por la puerta pensando que el que me toque hoy las narices se va a cagar, deseando que alguien se meta conmigo para descargar sobre él mi ira y quedarme tan a gusto.

A la vez, es una especie de venganza por las veces que me han jorobado y yo tenía el día lo que viene siendo faboncio, y me daría de tortas a mí misma en plena calle por ser la máxima representante de ese fenómeno tan frustrante como es el efecto retardado.

Total, que allá voy. La lengua afilada, el ingenio en uno de esos días y la ira a niveles máximos dispuesta a enfrentarme al primero que me diga fu. Mientras camino, voy imaginándome posibles escenarios: el funcionario de Hacienda se dirige a mí condescendientemente y tratándome de subnormal profunda: “Te lo voy a solucionar porque me has pillado en un día bueno”. Y yo le contesto: “No, me lo vas a solucionar porque me has pillado en un día malo”. También podría usar la frase “no tengo el chichi para farolillos”, pero me parece que ahí ya perdería cualquier posibilidad de impresionar al contrario.

Y así, me voy creando mi cuento de la lechera. Cuidadito, no os paséis ni un pelo conmigo que estoy muy loca.

Pero no falla. Justo el día que llevo el armamento cargado resulta que al final no tengo que ir a Hacienda, no me atropella ningún carrito de bebé, nadie se mete con mi madre ni consigo que ningún empleado de banco se ponga borde conmigo. Lo máximo que logro es ser timada por la máquina expendedora de billetes de metro, pero sé que, si me pongo a darle patadas, voy a salir perdiendo. Además de parecer una loca amargada, pero ese es un riesgo que, si entras en este juego, hay que correr.

Ese día sólo consigo mantener un puñado de conversaciones anodinas y encontrarme con gente que, qué poca vergüenza, hasta es amable conmigo. Negándome así la oportunidad, qué digo oportunidad, negándome el derecho a una buena discusión. Vuelvo a casa desesperanzada y me apunto todas las frases de chica dura que me había preparado. En el móvil, donde si no. Confiando en que, tarde o temprano, las necesitaré.

Entonces un día, cuando ya había perdido toda esperanza, mi mal humor encuentra un gilipollas a mi medida. Y sé, en ese preciso momento, que los hados, al fin, han sido buenos conmigo. Que toda espera tiene su recompensa. Y que a veces, sólo a veces, todo encaja. Y siento, mientras una lágrima cae por mi mejilla, que la felicidad está hecha de estos pequeños momentos.

Y ataco


lunes, 6 de julio de 2015

INVISIBLES



Hay días extraños. Días en los que te das cuenta de cuánto poder puede tener una palabra, un gesto de cariño. Son cosas que solemos racanear; ¿Está guapa? Sí. ¿Y por qué no se lo dices? No sé. Ya lo sabe. Ya si eso se lo digo otro día. Sí, todos lo hacemos. Lo que pasa es que a lo mejor es justo ahora cuando más necesita que le digas que está guapa. A lo mejor es en este momento cuando más necesita, porque lo necesitamos, que le digas que vale mucho, y que confías en él. Y a fuerza de racanear, hay muchas cosas que nunca decimos. Y así es como vamos perdiendo oportunidades de hacer por un momento felices a los demás. Y es también así como vamos ganando oportunidades de creer que lo que somos, y lo que hacemos, es invisible.

Así que el día que alguien que no esperas te dice que estás guapa en una foto, o que le gusta lo que escribes, y el día que alguien recurre a una de las pocas maneras que tiene para expresarse, y se despide de ti llorando porque vais a estar un tiempo sin veros, es un día extraño. Porque escasea. Porque lo que está en nuestra mano dar, no lo damos. Somos tacaños, rácanos, agarrados, unos ratas. Los ratas del elogio somos.

Y creo que por eso se inventó Facebook y la foto de perfil