Imaginad
a una persona sola. Puede que esté sola en la vida, o puede que, simplemente, o,
además, esté sola la mayor parte del día. Duro, ¿no? Ahora imaginad a esa misma
persona con, por ejemplo, ochenta años. Recursos económicos limitados, salud
menguante y y ninguna esperanza de que mañana todo vaya mejor. Mucho más duro,
¿verdad?
Supongo
que a estas alturas ya no os hace falta imaginar. Seguro que casi todos tenéis
a alguien en mente; una tía, o vuestra madre, un vecino o el abuelo de una
amiga. O también puede que estéis pensando en vosotros mismos dentro de unos
años.
Ojalá
hubiera alguien que quisiera hacer compañía a esta persona, ¿no?
Desinteresadamente. Y ojalá hubiera alguien que quisiera ser su amigo. Que se
preocupara por ella; que de vez en cuando la llevara a merendar. A comer en
Navidad, y le diera, quizá, el único regalo que vaya a recibir. Ojalá existiera
alguien a través del cual esa persona pudiera hacer más amigos. Que le diera alicientes
para vivir. Que le proporcionara la seguridad de saber que cuenta; que sigue
contando en la sociedad; que no ha sido olvidada.
Ojalá…
Pero no, esperad, sí que hay alguien que hace todo eso. Hay muchos “alguien”
que se preocupan por aquellos por los que no se preocupa nadie. Que están sin
que nadie se lo haya pedido. En definitiva, que se ponen en la situación del
otro, saben que pueden hacer algo por mejorarla, y lo hacen.
Amar
a la humanidad está muy bien. Supongo. No, en serio, tiene que ser maravilloso.
Maravilloso como unicornios cabalgando sobre arco iris. A mí me sobra con
intentar mejorar cada día en el amor al prójimo. Y hay muchas personas mayores
a las que precisamente el amor al prójimo es lo que las salva.
Todos,
en mayor o menor medida, queremos que los demás vean lo que vemos nosotros. Lo
que es bueno. Lo que es justo. Lo que es bello. Ojalá vosotros veáis hoy lo
mismo que veo yo