El
1 de febrero de 2013 yo tenía un vicio. Y el 21 de mayo de 2015 sigo
enganchada. Qué os puedo decir, me relaja tirar cosas. Tirar, dar, deshacerme
en general. Soy el anti-Diógenes. Y prefiero tener pocas cosas para necesitar
cada vez menos.
Pero
dentro de todos los candidatos a terminar en el cubo de la basura o, en el mejor
de los casos, en manos ajenas, hay algunos intocables. Intocables hoy, eso sí;
mañana ya no respondo. Y cuando digo intocables, no estoy pensando en la
cama o en el cepillo de dientes, que tampoco tengo intención de convertirme en ermitaña
a corto plazo. Para
mí intocables son las cosas que yo tenía en una época en la que todo iba a
durar siempre. En la que era capaz de vivir intensamente el momento porque nada
me preocupaba. Cuando todo era nuevo. Cuando todo lo que poseía era importante.
Muchas
cosas se quedaron en el camino; como el álbum de cromos de V, desaparecido en
extrañas circunstancias con mi hermana y mi madre como principales sospechosas.
O una muñeca Leslie que mi madre dio a una gitana que venía entonces por casa.
Recuerdo que lloré y lloré hasta que mi madre me dijo que le iba a decir a
María que volviera a traer la muñeca, pero yo no quise. Esto lo he recordado
ahora, y me alegra saber que nunca fui una maldita egoísta de ocho años.
Pero
otras cosas han sobrevivido al paso del tiempo, a las mudanzas y a mi madre:
Las
cartas de las familias. Me faltan el abuelo chino y el padre árabe, pero si
quisiera, por 3,50 euros, podría mercarme una baraja nueva, con todos sus
abuelos y todos sus padres intactos. Si quisiera
Los
tebeos de Lily y Esther. Con la Lily solían venir pegatinas de Michael Jackson
cuando aún era un poco negro y de distintos garrulos de la época. Y la historia
de Candy, lo más lacrimógeno que ha parido madre y lo único que a mí me
interesaba de la revista. 70 pelas por diez páginas de culebrón semanal. En las
Súper Joyas Femeninas Juanito hacía de las suyas, Esther era una patosa (lo
decían ellos, no yo) y yo no entendía nada de lo que le pasaba a toda esa gente
pero molaba
Este
era el tipo de cosas que te compraba tu madre una tarde de verano en un bazar
del paseo de la playa. Mientras ella se ilusionaba con que acabarías siendo
médico, o, por lo menos, casada con uno, tú te imaginabas siendo granjera o
quiosquera y casada con un melenudo tipo Leif Garrett o Tino el de Parchís. Ojo
clínico teníamos las dos
Goliat
vive en una caja de cerillas desde hace treinta años. Él no lo lleva mal,
porque sabe que, después de todo ese tiempo, sigue siendo importante para
alguien. Goliat es mudo, tiene ojos raros y no se mueve solo. No necesita un
cargador para funcionar, y es tan, tan pequeño, que no podría tener un nombre
mejor. Goliat siempre está dispuesto a abrazar y a que le abracen. Y está feliz
de ser un intocable