Hoy
es domingo de carnaval. Yo no soy aficionada a disfrazarme, pero no sé por qué me
ha dado por pensar en otro tipo de disfraces. Esos que nos ponemos para no
dejar ver nuestro yo real
Y
así, disfrazamos nuestros sentimientos, no vaya a ser que se lo crea.
Disfrazamos nuestra ignorancia, a ver si vamos a parecer tontos. Disfrazamos nuestros
deseos, por temor a ser rechazados. Disfrazamos nuestras opiniones, no vayamos
a quedar mal. Disfrazamos nuestras vergüenzas, intentando aparentar ser lo que
creemos esperan de nosotros. Disfrazamos nuestras emociones, nuestros miedos y
nuestros impulsos
Y
con todos estos disfraces ponemos barreras en nuestras relaciones con otras
personas, evitando que nos conozcan e incapaces de llegar a conocer.
Preocuparnos por alguien para que luego pase de nosotros, hacer el ridículo,
ser demasiado directo o demasiado distante. Temores que muchas veces ocultamos
bajo la máscara de la indiferencia
Todo
por no parecer vulnerables, o débiles, cuando la verdad es que somos
vulnerables y débiles. Y no pasa nada
Pero
lo peor que puede pasar es que llegue un momento en nuestras vidas en el que ya
no sepamos quiénes somos, a fuerza de esconder. A fuerza de disimular. Y no es
tarea fácil quitarse los disfraces, las capas que hemos ido acumulando por
estupidez o cobardía y que se han convertido en una carga. No es fácil llegar a
distinguir lo postizo de lo real. Y hasta podemos caer en la tentación de
pensar que preferimos seguir con el disfraz puesto; que, debajo de todas esas
pinturas y todas esas ropas, tampoco hay mucho que merezca la pena
Pero
yo creo que no. Creo que descubrir lo que somos debe ser nuestro objetivo. Eso
si queremos que haya verdad en nuestra vida. Esa clase de verdad que cuesta,
que puede hacer daño, que conlleva esfuerzo, pero que proporciona paz. La verdad que sólo admite disfraces el domingo de carnaval