Otra
Navidad se acaba. Igual que muchas pero también distinta a todas. Una Navidad
en la que por aquí alguien ha descubierto que no eran los Reyes Magos los que
le traían regalos la noche del 5 de enero, y no le ha encontrado sentido a todo
esto. Como esa otra Navidad, en la que por primera vez te falta alguien muy
querido, y no le encuentras sentido a todo esto
Pero
lo mágico de la Navidad, y lo que la hace especial, es que, aunque ya hace
muchos años que sabes que no hay reyes que te regalen nada, y aunque sigues
notando la ausencia de esas personas tan queridas, no has perdido la capacidad
de ilusionarte. Y sí le encuentras sentido a todo esto
Y
el sentido es que, aunque no nos demos cuenta, necesitamos desesperadamente ver
el mundo con la mirada de un niño. Necesitamos sorprendernos y deseamos con
ansia que nos sorprendan. Y necesitamos ver la ilusión en la cara del otro y
saber qué él aún es capaz y que yo aún soy capaz. Queremos creer, porque estamos
hartos de desengaños. Cansados de decepciones, necesitamos aferrarnos a algo
que es seguro, a algo que no nos va a fallar
Y
por eso, yo nunca voy a comprar Reyes: yo voy a echar las cartas a los Reyes. Y
escribo la carta, claro que sí. A mano. Y todos los regalos están bien
escondidos. Y envueltos con primor. Y con sus cartelitos firmados por Melchor, Gaspar o Baltasar. Y siempre hay sorpresas. Y me emociona ver llegar a los Reyes en la
cabalgata. ¿Que sé lo que hay? Sí. ¿Que me da igual? También. Esta noche la
ilusión supera a la realidad. Y no quiero que cambie nunca