Hace años solía ir con mis padres al cementerio el día de Todos los Santos. Rezábamos un padrenuestro delante de la tumba de mis abuelos y, bajo un calor sofocante y entre una multitud de personas que entraban y salían, decíamos adiós a ese lugar hasta el año siguiente
Ahora es mi padre el que está en ese cementerio. Al menos eso es lo que dice una lápida, con su cruz y su recipiente para poner flores, con un nombre y una fecha demasiado temprana. Pero yo no creo que mi padre esté ahí; porque si yo creyera eso, si yo creyera que para estar cerca de mi padre tengo que ir a visitar su tumba, saldría de allí con una desesperación y un vacío difíciles de soportar. Eso significaría reducir toda una vida de fe y amor profundos a unas piezas de cemento, madera y mármol. Y a mí no me han enseñado eso
Pero sí, es una bonita tradición que nos honra, a la vez que con ella honramos a los que nos precedieron. Como P., que hoy debería estar disfrutando del puente con su mujer. O como A., que mañana tendría comida con los hijos y nietos, quizá rematada con unos “santitos del día”
Así que honremos, llenemos los cementerios, llevemos flores, limpiemos lápidas, recordemos a los muertos y no olvidemos a los vivos. Que la vida es a veces muy jorobada y necesitamos que nos quieran. Y flores. También necesitamos flores
Hace años solía ir con mis padres al
cementerio el día de Todos los Santos. Ojalá pudiera seguir haciéndolo