Cuando
no tienes un buen día, una de las cosas que más te puede deprimir es un chino.
No me refiero a una persona de China, que también, sino a una de esas tiendas
antes conocidas como “Todo a 100”.
Vaya,
recuerdo cuando surgieron los “Todo a 100”. Qué hallazgo, oiga. Qué maravilla. Todo
un mundo por descubrir. Y todo a 100 pesetas. Un embudo, 100 pesetas. Una
esponja, 100 pesetas. Una pistola de agua, 100 pesetas. Luego dejaron de tener
tanta gracia, porque ya no era todo a veinte duros. Fue cuando los carteles
cambiaron a “Todo a 100, 200, 300… y más”. O sea, que podías esperarte
cualquier cosa. Y lo de tener que esperarte cualquier cosa no mola.
Con
la llegada del euro (¡Euro!, ¡pedorro!), la cosa perdió la poca gracia que
tenía. “Todo desde 1 euro”. Pos vale. Los míticos “todo a 100” habían muerto
definitivamente. O sea, muerto. Y la herencia fue toda para los chinos. Se
apropiaron de su denominación (“Todo Chien”) y se apropiaron de su esencia (un
chino).
A
cambio, alguien se debió de apropiar de su voz y de su alegría de vivir. Los
chinos de los chinos son mudos y siniestros. Reconozco que a mí me da cosica
mirarlos a la cara. “¿Cuánto es?”. Porque tú tienes una idea aproximada de lo
que te va a costar, pero nunca lo sabes seguro. Pagas y, en la mayoría de los
casos no dices ni adiós. ¿Por qué? Pues porque suelen ser antipáticos, así que
que les den. Pero principalmente porque lo que quieres es salir cagando leches
de allí.
Al
chino ya parece que tengas que entrar pidiendo permiso a China y perdón a
España. Y viceversa. No estás cómodo. Normalmente vas buscando algo concreto;
lo de “estoy echando un vistazo” no funciona en los chinos. No se puede decir
que lo encuentres siempre, pero tampoco que no lo encuentras nunca. Bah, una
media razonable. Y también una media razonable de veces sabes que estás
comprando caca de la vaca.
Pero
lo peor no es la caca de la vaca, que, al fin y al cabo, nadie te obliga a
comprarla. Lo peor de los chinos son esos chinos que están agazapados en los
pasillos haciendo como que ponen precios pero que lo que en realidad hacen es
vigilarte. Tú ya no entras muy convencida, y encima notas tres o cuatro pares
de ojos achinados clavándose en tu nuca. ¿Quién en su sano juicio quiere
permanecer más de dos minutos ahí? Pero es que los muy puñeteros ponen tiendas
de ocho mil metros cuadrados, con pasillos larguísimos, y rampas, y escalones,
y recovecos, y ángulos muertos, y callejones sin salida. Así que encontrar lo
que buscas y salir rápidamente es imposible. Ni lo intentes.
Por
no hablar de esas veces en las que, mientras estás saliendo, oyes cómo el chino
le habla (muy rápido, claro, que para eso es chino) a la china. Sabes que te
está poniendo a caer de un burro y agradeces hablar sólo castellano e inglés
nivel medio.
En
fin, que es difícil tener agradables experiencias en un chino. Por eso, cuando estoy
de bajón, y paso por uno, procuro no mirar. Esos molinillos brillantes pueden
terminar por rematarme el día