Hace
tiempo leí que alguien decía que uno de los problemas de la familia es que los
hijos abandonan la infancia, pero los padres nunca dejan la paternidad. Esto,
más que un problema, es una realidad como un piano difícil de manejar por ambas
partes. Cuando tú tienes una edad en la que ya resulta de mala educación que te
pregunten cuántos años tienes, tu madre sigue diciéndote que te lleves una
chaqueta en el bolso por si refresca. Y, si no has podido evitar que te
acompañe al médico, ten por seguro que es ella la que le va a decir dónde, cómo
y a qué hora te duele.
Una
de las frases de mi madre, acuñada cuando mi padre nos convocaba a una de sus
sesiones, tan añoradas, de diapositivas, es “Qué pena que crezcáis”. Y es
verdad, es una pena muy grande por inevitable. Y porque, reconozcámoslo, todos
al crecer empeoramos. Menos el típico niño-monstruo, que es difícil que vaya a
peor.
“Qué
pena que crezcáis”, o, más bien, “qué pena que hayáis crecido” es lo que yo les
digo a mis sobrinos. Por si no estáis en el tema, a los trece, catorce, quince
años, el pequeñajo que hace cuatro días te decía que eras la persona más
graciosa del mundo, muta en un chaval bigotudo y granuloso que sólo se dirige a
ti si le preguntas algo que le interese contestar. Y tú, que, sin ninguna duda,
sigues siendo la persona más graciosa del mundo, te cagas un poquito en todo
porque ya no hay nadie más que lo piense.
Tampoco
hay ya nadie que te pida que juegues con él, nadie que te haga un dibujo, nadie
que necesite que lo cojas en brazos para alcanzar un juguete, ni nadie que
necesite que le acompañes, porque no puede ir solo.
Y
para ti, que tienes esos recuerdos tan frescos como si hubiera sucedido ayer, es
duro aceptar que ya no son unos niños. Que ya no necesitan tu compañía ni tu
consuelo. Que hasta les molesta que les hables, y se avergüenzan cuando piensan
que estás haciendo o diciendo tonterías. Y llega un día en el que ya no sabes
qué decirles, porque en realidad no tienes nada que decirles, ni ellos a ti. Y
ese día su adolescencia te cae encima como una losa. Pero a nadie le interesa
porque una tía no es nadie, ¿verdad?
Adolescencia,
pubertad o edad del pavo. Las hormonas se revolucionan y los cambios físicos y
emocionales son muchos y en muy poco tiempo. Paciencia. Lo sé. Una vez me dolió
mucho la tripa. Me dijeron que era porque me había pasado con el chocolate. Y
lo entendí. Lo entendí todo. Pero me siguió doliendo
Yo cuando veo a mis sobrinos, que por suerte aun no han llegado a la adolescencia, me doy cuenta de lo rápido que pasa el tiempo. Yo todavia los veo como bebes e imagino que para los padres sus hijos siempre seran pequeños.
ResponderEliminarPara esto sólo hay una solución: que todos se reproduzcan como cosacos y en todas las casas haya siempre un niño
EliminarAaaayyy, voy a llorar.....Por eso las madres no dejamos crecer a los hijos (mal hecho, ya lo sé). Si te consuela, todos hemos pasado por la edad del pavo, y luego nos normalizamos. En adultos, eso sí, que los niños que reciben achuchones sin protestar ya no vuelven....
ResponderEliminarPero llega un momento en el que son tan insoportables que, ya que no se puede volver atrás, lo único que quieres es que crezcan de una puñetera vez
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