Hasta
que no llegue el día en que un villano nos robe la Navidad, y tenga que venir
un héroe a salvarla, o varios, y hasta entonces no haya ni villancicos, ni
pavo, ni regalos ni lucecitas, y al final el chico y la chica se enamoren,
hasta que no llegue ese día no hay quien escape de la Navidad.
Puedes
amarla, odiarla, puedes estar deseando que llegue, estar deseando que pase,
puedes vivirla con tranquilidad, a lo loco, o simplemente dejar que pase por tu
lado y te roce lo menos posible, pero no puedes huir de ella. La Navidad te va
a atrapar. Y esto no es malo.
Todos
hemos pasado por momentos en que nos repatea la Navidad; bien porque en unas
fiestas eminentemente familiares tu familia no está completa; o porque has
perdido la alegría y te molesta la alegría de los demás; o tal vez sea porque
precisamente ahora no tienes ganas de comer, ni de cantar, ni de tener que hacer
cola para comprar un puñetero regalo de última hora para alguien que te importa
una mierda y al que le importáis una mierda tú y tu regalo.
El
problema es que queremos que la Navidad sea siempre como cuando éramos niños. Cuando
de la cena de Nochebuena sólo nos importaba cuánto turrón íbamos a comer, y
cuánto escupitajo había que echarse en la mano para hacer sonar la zambomba.
Cuando no pretendíamos que nuestra decoración fuera como las de las revistas, y
nuestro árbol estaba lleno de adornos recopilados a lo largo de los años y
mucho espumillón: objetivamente horroroso, pero fantástico a nuestros ojos.
Cuando el despertar de la mañana de Reyes era el más maravilloso del año,
porque no tenías ni idea de lo que te ibas a encontrar, y entrabas en la sala
temblando de emoción y nervios. En definitiva, cuando la ilusión aún no había dado
paso al estrés, las sonrisas forzadas, las obligaciones y el consumo frenético.
¿Pero
por qué tenemos que rechazar la Navidad sólo porque ya no es lo que era? Porque
resulta que sí sigue siendo lo que era, y si no pregúntale a tu sobrina de diez
años. Somos nosotros los que hemos cambiado, porque nos obligan a creer que la
ilusión es incompatible con las responsabilidades que conlleva ser adulto. Y
porque el paso del tiempo nos robó la inocencia y nos ha obsequiado con unas
cuantas palizas de realidad.
Pues
yo me niego. Ni puedo ni quiero escapar de la Navidad. Y, si no es como era
hace años, me voy a construir mi propia Navidad. Ya me la he construido, de
hecho. Una Navidad en la que canto villancicos desafinados y toco la pandereta
sin temor a parecer idiota. En la que pongo un Belén mucho más bonito que el de
hace treinta años. En la que decoro el árbol y la casa a mi manera: a mi manera
de 2015. Una Navidad en la que disfruto como una niña con el turrón de chocolate.
En la que pateo las calles buscando los mejores regalos para cada uno, y llego
a casa, y los miro, y los envuelvo, y sonrío confiando en que les gustarán. Una
Navidad en la que escribo la carta a los Reyes sin decirles cómo me he portado
este año, porque ahora sé que ellos lo saben mejor que yo. Y les pido muchos
despertares maravillosos.
Y es que la
Navidad está por encima de nosotros. De nuestras ganas, de nuestro ánimo
cambiante o de si nos pilla en un mal momento. Todo eso ya no importa porque
Navidad significa “nacimiento”. Y yo necesito renacer. Necesito la ilusión.
Y necesito la esperanza. Yo necesito la Navidad
El día que no haya Navidad el mundo estará muerto. Y que conste que me da mucha pena ver que mucha gente la reduce a correr desesperada en medio de una marabunta para comprar regalos.
ResponderEliminarCuidadito con que algún indeseable trate de quitarnos la Navidad. Se iba a cagar
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