¿Alguien
se acuerda de cuando Anne Shirley le compró un tinte a un buhonero y se le
quedó el pelo verde?¿Nadie? ¿Tú sí? Bueno, pues yo hoy he temido que me pasara
lo mismo, y, menos mal que no ha sido así, porque, como no soy un personaje de
serie, me lo hubieran tenido que rapar al menos uno.
La
cosa ha empezado yendo a la peluquería. Voy muy poco, pero aún así es
demasiado. A la academia que os conté hace unas cuantas entradas. Vale. Me toca
en suerte un boliviano. Mariquitrolis, por supuesto, como todo peluquero
que se precie. A este boliviano ya lo conocía yo de otra vez y le falta un
hervor, como a todos los bolivianos que conozco (eh, que he dicho “que
conozco”. Pura casualidad). Le digo que no me haga las mismas mechas que la
última vez (hace año y medio) porque me quedaron rojizas. No entiende ni papa.
Llama a la profesora. Esta me mete un rollo tinteméchico del que no me entero,
así que le suelto las palabras mágicas: “Yo me fío de ti”, que en realidad
significan “No tengo ni zorra idea de lo que me estás contando, así que haz lo
que quieras pero que sepas que como salga mal la culpa es tuya y te voy a meter
un puro que lo vas a flipar”.
El
julai me va llenando la cabeza de papel de aluminio y yo me voy tranquilizando.
Son pocas mechas; en caso de que haya desgracia no puede ser tan grave. Está a
punto de sacarme un ojo con el mango del peine, pero logro esquivarlo en el
último segundo. Llevo allí dos horas y sin revistas, porque no quiero quitarle
el ojo de encima al pequeño quechua. Le parece que las mechas ya están, así que
nos dirigimos al lavacabezas. Y llega lo peor.
El
color de mi pelo pasa a un segundo, qué digo segundo, tercer o cuarto plano,
porque en lo único que pienso es en salir de ese lavacabezas andando por mi
propio pie. Las manos de ese pequeño pony son armas letales. Queda claro que no
se ha leído en su vida ni un mísero “Qué me dices”, porque cualquiera sabe que
el pelo no se puede frotar con las uñas. Pues el jodío me frota el pelo con
saña, y sus uñas son las de Nosferatu. Y me deja el cuero cabelludo más
irritado que el culo de un babuino. Noto cómo el champú me penetra hasta el
lóbulo occipital y me cago en su quechua madre.
No
contento con eso, procede a darme un masaje, pero en el cerebro. Directamente.
Si me quedaba alguna neurona, me la machaca viva. Es un jíbaro infiltrado en
una peluquería. Un jíbaro de uñas largas y manos mortíferas. Y yo soy su
víctima. Siento hacia él un odio muy sincero.
A
duras penas vuelvo a la silla. Y tengo el pelo verde. O quizá es que mi cerebro
revuelto ya no distingue los colores. Ya no me importa, sólo quiero salir de ahí.
Me seca el pelo. “¿Cómo lo quieres?”, “Me la pela, pero termina pronto”, “¿Quieres
laca?”, “-Ahora qué quiere, ¿gasearme?- No, déjate de lacas”. Pago y me voy
medio aturdida.
Han
pasado casi cuatro horas y mi cerebro no ha vuelto a su posición inicial. Siento
como si estuvieran amasando pan dentro de mi cabeza. Y mañana, cuando me ponga
el sombrero, estoy segura de que me va a llegar hasta el cuello. Tan joven, y
ya con la cabeza perdida…
Ja, ja, ja, lo siento, pero tiene gracia. ¿Y no le dijiste nada? Habrías hecho una obra de caridad. La próxima vez, pasa de academias.
ResponderEliminarUna obra de caridad hacia mí, ¿no? Me dan miedo todas las peluquerías
EliminarYo cierro los ojos, porque veo pasar el mango de los peines peligrosamente cerca.
ResponderEliminarYo lo que cierro es el apartado "peluquería". No vuelvo en años
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